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Los cementerios de Zaragoza


¿Sabías que ... los cementerios estuvieron dentro de la ciudad?


Fosa común del Cementerio de Torrero. Zaragoza
Durante más de mil años los cementerios estuvieron en la ciudad.

El concepto de cementerio tal como lo entendemos hoy, alejado de las poblaciones por medidas de salubridad, es producto del S.XVIII, del llamado Siglo de las Luces, en el que la Ilustración propició grandes cambios culturales y sociales y los avances científicos comenzaron a considerar costumbres insanas los seculares enterramientos en los recintos urbanos. 



Es en ese momento cuando la tradición de “enterrar en sagrado” comenzó a cuestionarse con gran fuerza al relacionarla con la contaminación de las aguas y el aire, pasando a ser sospechosa de la propagación de enfermedades y epidemias1.
La tradición de “enterrar en sagrado” venía de muy lejos, de los primeros momentos del cristianismo, pues los fieles cristianos, al contrario que los romanos que tenían sus cementerios a extramuros, buscaron ser enterrados en los lugares de culto o cerca de las sepulturas martiriales con el fin de obtener, por la cercanía a los ritos religiosos o a los restos de los mártires, beneficios espirituales para lograr su salvación.   

En época visigoda (S.VI), aunque se siguieron utilizando las necrópolis romanas, se generalizaron los enterramientos de las altas jerarquías civiles y religiosas en el interior de iglesias y monasterios, en sus pórticos y claustros, prácticas que aunque fueron prohibidas en varios concilios lograron ser admitidas, siglos después, en otro concilio celebrado en Francia (S.IX) en el que se dispuso que los enterramientos se situasen en torno a las iglesias.


Nuestra ciudad no fue ajena a esta costumbre, aunque hay que tener en cuenta que las circunstancias históricas de la Península fueron diferentes, pues la llegada del Islam en el año 711 cambió radicalmente la religión y las costumbres.

Pero hubo también gentes que mantuvieron su religión cristiana, los mozárabes, que convivieron con los islámicos, en Sarakusta (Zaragoza) durante los cuatro siglos en los que la ciudad fue musulmana (714-1118), los mozárabes vivieron relegados en un barrio ubicado en la medina2, en torno a la iglesia de Santa María (el Pilar), manteniendo su costumbre cristiana de “enterrar en sagrado”, pues tenían su propio fosal o cementerio situado frente a la iglesia, a pesar de que musulmanes y judíos realizaban los enterramientos fuera del recinto urbano.


Tras la conquista de Sarakusta por Alfonso El Batallador (1118), la ciudad pasó a ser cristiana; en ese momento la costumbre de enterrar a los difuntos en el interior de los templos o junto a ellos estaba ya generalizada en Europa, por lo que tanto la nueva catedral como cada una de las parroquias instituidas, además de realizar enterramientos en su interior, construyeron sus propios cementerios adosados a las iglesias o muy próximos a ellas.

Con el paso del tiempo, los numerosos conventos que se fueron instalando en la ciudad siguieron las mismas pautas al igual que los hicieron los hospitales3. Sin embargo, los musulmanes que se quedaron a vivir en la Zaragoza cristiana, los mudéjares, y los judíos mantuvieron sus cementerios a extramuros.
Gracias a numerosas noticias y a que la mayoría de esas parroquias medievales siguen existiendo, podemos rastrear hoy la ubicación de una gran número de esos cementerios a intramuros, como el ya citado fosal del Pilar, situado delante del templo en la plaza del mismo nombre.
Oliván (Huesca) Cementerio tras la iglesia
La vieja tradición de “enterrar en sagrado” se venía realizando en Zaragoza desde hacía más de mil años cuando Carlos III prohibió a finales del S.XVIII este tipo de inhumaciones pues en nuestro país la situación de los templos y cementerios era insostenible al encontrarse abarrotados de sepulturas que además estaban en las peores condiciones imaginables.

Esa fue la razón por la cual y como medida de higiene, Carlos III promulgó la Real Cédula de 3 de abril de 1787 prohibiendo los enterramientos en los recintos urbanos de toda España y disponiendo que se construyeran cementerios fuera de las ciudades. Pero no era fácil convencer a la Iglesia, que temía perder los amplios donativos que recibía por este motivo, ni a las gentes, que querían ser enterradas como desde siglos y siglos se venía haciendo.
La prohibición desató a nivel nacional una encendida polémica entre algunos ilustrados partidarios de esta medida y la gran mayoría de sus detractores encabezada por la Iglesia y seguida por el pueblo.  A pesar de todos los problemas que acarreaban los enterramientos, la religiosidad y la tradición fueron más fuertes que la pretendida sanidad y la prohibición no tuvo ningún efecto. En nuestra ciudad, como en tantas otras, se siguió enterrando en suelo urbano.

Pero en Zaragoza la situación se agravó tanto que cuatro años más tarde, en 1791, el Hospital de Ntra. Sra. de Gracia tuvo que mandar construir un fosal4 a extramuros, en el camino de La Cartuja, para enterrar allí a los pobres que en él fallecían. Este cementerio, que aún perdura, tuvo escasísima aceptación, pues al hecho de romper con la tradición se le sumó su lejanía de la ciudad, de la que lo separaban cerca de cuatro kilómetros. La resistencia a realizar los enterramientos en ese lugar fue muy grande tanto que incluso muchos pobres, cuando enfermaban, se negaban a acudir al hospital por el miedo a si morían en él, ser enterrados en ese lugar.

Los problemas persistieron, cada vez eran más graves, por lo que en 1804 Godoy prohibió a nivel nacional inhumar dentro de los templos, pero una vez más de nada sirvió la prohibición, únicamente para acrecentar las antipatías que por él mostraba el pueblo.
Poco tiempo después estalló la Guerra de la Independencia (1808) y nuestra ciudad sufrió dos terribles Sitios (1808-1809) en los que las bajas habidas se contaron por decenas de miles, tanto debidas a la guerra como a las epidemias que de ella se derivaron.
Cuando finalmente Zaragoza fue tomada a finales de febrero de 1809, los franceses encontraron la ciudad llena de cadáveres que yacían por cualquier parte, sobre todo amontonados a las puertas de las iglesias. Para sanear la ciudad lo antes posible, dispusieron que los muertos fueran enterrados en fosas comunes a extramuros, principalmente situadas en ambas márgenes del Ebro.

Durante los cuatro años que Zaragoza estuvo bajo el dominio francés, siguiendo las normas impuestas en Francia, se prohibieron los enterramientos en el interior de las iglesias y se dictaminó que las inhumaciones se realizaran en el cementerio del camino de La Cartuja.
Pero tras la retirada de las tropas napoleónicas en julio de 1813, la ciudad volvió a sus viejas costumbres iniciando la reconstrucción de los edificios religiosos más significativos y siguiendo con la tradición de enterrar en ellos, aunque muchos estuviesen en ruinas, así como en los cementerios parroquiales.
En los años siguientes se sucedieron, a nivel nacional, numerosas disposiciones en contra de esto pero la oposición continuó siendo muy grande y nada definitivo se logró.

Sin embargo, hacia 1830 comenzó a plantearse en Zaragoza la construcción de un cementerio alejado de la ciudad, en un lugar bien aireado más allá del Canal Imperial de Aragón, en el Monte de Torrero. En 1832, a la par que se planteaba la nueva construcción, se dispuso que los enterramientos se hicieran en el ya citado cementerio del Hospital, situado en el camino de La Cartuja, como ya se había hecho durante el Trienio Liberal.
El lugar elegido para el nuevo cementerio era un terreno de propiedad municipal situado lejos de la ciudad, a tres kilómetros de la puerta del sur (Puerta de Santa Engracia), enclavada, en ese momento, al comienzo de lo que hoy es la plaza de Aragón, lo que causó muchas polémicas. Pero la situación del cementerio del Hospital era tan extrema que su construcción siguió adelante salvando todos los escollos, el Ayuntamiento fue quien fundamentalmente pagó su construcción a pesar de su mala situación financiera, pues las parroquias, a las que se les pidió una contribución económica proporcional al número de habitantes que albergaba, se declararon insolventes, apoyadas por la actitud negativa de las instituciones eclesiásticas que temían perder influencia y poder, únicamente la de San Pablo realizó su contribución.

Finalmente el Cementerio de Torrero fue inaugurado el 5 de julio de 1834, aunque con esto no terminó la aversión que los zaragozanos sentían hacia él, situación cambió por completo ese mismo verano al llegar a Zaragoza la epidemia de cólera morbo, que asolaba a Europa, causando una mortandad tan grande en la ciudad que no hubo otro remedio más que utilizarlo.
La tradición5 de más de mil años de enterrar en el interior de la ciudad, “en sagrado”, acabó y el Cementerio de Torrero se convirtió en el general de Zaragoza, pero una vez más los problemas no acabaron ahí, fueron muchos e importantes y se sucedieron a todo lo largo del S.XIX e incluso del S.XX.
Hoy, cuando el Cementerio de Torrero ya se acerca a los doscientos años de existencia, del trazado de aquel primer cementerio de 1834 nada queda, las numerosas remodelaciones y ampliaciones realizadas a lo largo del tiempo han borrado todas sus huellas, nada hay de su primitiva disposición.  



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1.- A las causas expuestas se sumaban, la ausencia de agua corriente, de alcantarillado, el hacinamiento de la población y las basuras extendidas por doquier…
2.- En las ciudades islámicas la medina constituía el núcleo principal de la ciudad.
3.- Los hospitales medievales eran albergues temporales de huérfanos, pobres, enfermos y peregrinos. Dependían de los conventos y otras instituciones religiosas.
4.- El cementerio de La Cartuja es propiedad la Diputación de Zaragoza, está junto a la carretera Nacional 232, a cuatro kilómetros del barrio que le da nombre
5.- En muchas pueblos pequeños todavía hoy se pueden contemplar cementerios situados junto a las iglesias, al parecer activos, como por ejemplo en Lasieso, Larrede o en Oros Bajo, Oliván, situados en el Serrablo (Huesca)

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