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El cortado de Juslibol


¿ Sabías que… hace miles de años un hombre se asomó al cortado de Juslibol?
Del libro El galacho de Juslibol y su entorno. Un espacio singular (2)


Hace miles de años, cuando por primera vez un ser humano se asomó al cortado de Juslibol…Aquel ser humano pertenecía a un grupo de cazadores que pasaron la primavera en los montes del Castellar, entre densos pinares y matorrales impenetrables de coscojas y lentiscos, cazando el conejo, el jabalí y el ciervo.
A modo de explorador caminaba por las vales donde las sabinas poco densas no ofrecían tantos obstáculos y se dirigía al sur, en busca de agua del río, harto de las aguas salobres de los barrancos y pensando ya en la proximidad del verano.
En las altas copas de las milenarias sabinas, las chicharras ya hacían oír sus cantos estridentes y en lo alto planeaba un águila. Andaba nuestro personaje a buen paso, pero eso sí, atento a los ruidos del bosque y a los efluvios cargados del perfume de las plantas aromáticas.


En efecto, la vegetación limitaba su campo visual y necesitaba de su olfato y su oído para detectar alguna presa o prevenir el ataque de los lobos ya que estos, aunque no faltos de caza, a veces se animaban con una persona sola. A pesar del sigilo con que se desplazaba, de vez en cuando se sobresaltaba por la huida veloz de algún lagarto o culebra sorprendidos en su solear matutino.
Por fin percibió la humedad del ambiente y el olor de lo que buscaba: se paró e inspiró con fuerza para confirmar su percepción. Luego emprendió otra vez la marcha con expresión de júbilo. Al poco rato, de repente, se abrió el horizonte: se encontraba en el borde de un cortado y a sus pies y ante sus ojos maravillados se extendía la panorámica de una inmensa selva.
Fue tal la impresión que recibió que permaneció allí inmóvil mucho tiempo, entregándose a la contemplación, dejando que sus sentidos se impregnasen con tanta sensación novedosa.
Nubes de garzas, cigüeñas, milanos y otras aves revoloteaban escandalosas por las altas copas de los árboles y numerosísimos pájaros hacían oír sus cantos. El fuerte olor de la tierra húmeda, de los chopos, álamos y sauces impregnaba este ambiente tan distinto al que estaba acostumbrado.
Divisaba enfrente, lejanos, los altos de La Muela donde presentía la continuidad de lo que había dejado tras él.
A sus pies corría el río, lamiendo el acantilado, perdiéndose rápidamente en anchas curvas entre la frondosa vegetación. Se percató también de que no podía ver el fin del valle, ni aguas arriba, ni aguas abajo.

Aquella inmensa selva parecía muy densa, si bien distinguía los grandes claros de carrizales de vecinos galachos, playas de cantos rodados en el interior de las curvas del río y praderas ribereñas; realmente, casi todo parecía inundado.
Por fin, se decidió a bajar por un vecino barranco y así alcanzó la orilla del rio, abriéndose paso entre los tamarices. Se tumbó en la hierba y bebió a grandes sorbos. En la proximidad, una nutria se sumergió en silencio y una culebra de agua se lanzó a la corriente, hinchada todavía de su última presa.

Intentó bordear el cauce, deslizándose entre tamarices y cañaverales. Luego cruzó un gran barrizal donde crecían prietos los sauces y alcanzó la orilla de un galacho(3) parcialmente cubierto de carrizo. Su llegada causó la estampida de fochas y ánades; varios galápagos se zambulleron. Cruzó el carrizal con agua hasta la cintura y, al tropezar con nidos de anátida, tanteó los huevos hasta encontrar una puesta reciente: se dio entonces un buen festín.
 En la otra orilla alcanzó un lugar más alto y se internó en el bosque galería seguido por una nube de mosquitos. Sorteando grandes matorrales de zarzas se adentró en un ambiente oscuro y húmedo donde las copas de grandes álamos tapaban totalmente el cielo. Chopos y fresnos alternaban esporádicamente.
Inmensas lianas y hiedras ahogaban a los más viejos de estos grandes árboles y alguno, derribado, daba lugar a escasos claros donde los majuelos en flor perfumaban el sotobosque.
Progresaba con lentitud y sus pasos se hacían silenciosos sobre la alfombra de hojas en descomposición; su atención se veía multiplicada por la novedad de este medio e iba analizando y registrando el menor ruido, el más sutil efluvio, buscando detenidamente las huellas en los tramos descubiertos de este suelo blando y limoso.
Además de la maleza, numerosas ramas caídas dificultaban su progresión.
Pudo detectar la presencia de ratas de agua, ratones y musarañas, sapos; siguió el rastro de un zorro y encontró barrizales utilizados por los jabalíes.
Como aquel bosque no parecía tener fin, tal y como lo había visto desde arriba, decidió regresar al acantilado. Antes observó con detenimiento las cornisas y fisuras donde las grajillas, cernícalos y alimoches estaban criando.
Subió de nuevo por el barranco, y se encontró con el olor familiar del monte, perfumado por los romeros, tomillos y ontinas; evitó con cautela las aliagas y se sentó cerca de una sabina, casi en el borde mismo del cortado. En el horizonte caía el sol, abrasando el cielo.
Permaneció meditando y por su mente ágil iban desfilando una a una las vivencias del día, con toda su diversidad de imágenes y de sensaciones, asociándolas seguramente a futuras cacerías y valorando lo que podía dar de sí este nuevo hábitat.

                                                                                       Henri Bourrut Lacouture (1)


(1)  Texto cedido amablemente por su autor.
(2)  Bourrut Lacouture, H. y Otros: El Galacho de Juslibol y su entorno. Un espacio singular.  Ansar. Zaragoza, 1996
(3) Voz aragonesa: meandro abandonado.






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