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El teatro romano de Caesaraugusta


¿Sabías que... la plaza de San Pedro Nolasco formaba parte del teatro romano?

EL TEATRO DE CAESARAUGUSTA
DIBUJO REALIZADO POR ROSA GERMÁN

Si viajamos a Zaragoza y nos damos una vuelta por el centro de la ciudad, nos percataremos rápidamente de la existencia de unas estructuras de cemento por debajo del nivel actual de la calle, no muy lejos de la plaza de España. El hecho de que esas estructuras estén situadas en semicírculo ya nos debería dar una pista, pero esta se ve confirmada cuando, rodeando el recinto, nos topamos con un pequeño edificio (también antiguo y del que se respetó su fachada) donde vemos escritas las palabras “museo del teatro de Caesaraugusta”.
Ahora sólo son ‘ruinas’, pero una vez fue uno de los centros de ocio de la ciudad, y la casualidad (o no) ha querido que a unos cien metros se encuentre el actual teatro principal de la ciudad. Si comparáramos uno con otro (las apariencias son odiosas, como suele decirse) sería como comparar una foto nuestra de adolescentes con otra de mayores; somos la misma persona, sí, ¡pero cuánto hemos cambiado! Con ambos teatros sucede lo mismo.

Os propongo un ejercicio de imaginación. Vamos a ir al teatro sin levantarnos del sofá. Para ello, si os place, os haré de Cicerone. Vamos, acompañadme, dicen que nada hay mejor que el poder de la imagen. 
Lo primero que tenemos que saber es dónde estamos: Caesaraugusta. Es cabeza de convento (o conventum), es decir, la capital jurídica de la provincia y como capital era la ciudad a la que acudir cuando querías comprar o vender algo, solucionar tus pleitos o como nos sucede a nosotros, ya dignos ciudadanos romanos (siglo primero de nuestra era), pasar una tarde en el teatro.
¡Qué bella ciudad! Rodeada de campos cultivados, cortados como a cuchillo por el filo grisáceo de las calzadas que salen de la urbe. ¡Y qué gran paleta de colores! Los marrones claroscuros de la tierra moteados del verde ennegrecido de los olivos y campos, surcados del verdiazul del río. Olor a humedad, pescado y cañaverales. Y, sobre todo eso, la blanca edificación de los mortales bajo los rojizos tejados.
Los últimos mercantes fluviales todavía están entrando en el puerto, al otro lado del foro, cerca del puente, aprovechando las últimas horas de luz. Vienen de las dos direcciones, los unos de la salada mar, los otros de muy arriba de la dulce corriente. Intentamos oír algunas de las voces maledicentes de los marineros, pero están muy lejos. Vemos una galera un poco más grande, procedente quizá de Roma. Pues hoy se rumorea que tenemos visita de un enviado del emperador.
No a mucho tardar están previstas las elecciones de los ‘duoviri’ de la ciudad (los dos magistrados más importantes y que la gobiernan por un periodo corto de tiempo) y, por lo tanto, podemos entrar gratis en el teatro.
El edificio es grande, como una casa de cuatro o cinco plantas, con un edificio anexo cuadrado, abierto a las inclemencias del tiempo por el centro y porticado en el perímetro (actual plaza San Pedro Nolasco). Sin embargo, nosotros, en época romana, vamos a acceder al recinto por el otro extremo, por el vomitorium central (la entrada principal, que da al Coso, a la altura de la tienda de fotografía, justo enfrente de la puerta actual del museo). 
MUSEO DEL TEATRO
Nos metemos en el ‘túnel’ (aditus o pasillo central, que al parecer sólo existe en este teatro) que nos lleva a la cavea (o gradas). Entramos en la oscuridad y frescura del túnel, avanzamos unos metros, y cuando ya nos hemos casi acostumbrado, como si del alumbramiento se tratase, sufrimos una explosión de luz que nos ciega momentáneamente debido a la intensa luminosidad de la ciudad y el reflejo en los mármoles que recubren el edificio. Con sofoco y esfuerzo, a pesar de la mano que tenemos pegada a la frente, miramos hacia las gradas superiores y de nuestro alrededor buscando un sitio en el que sentarnos. 
Los empujones casi hacen que se nos caiga de la mano izquierda el cojín que hemos traído de casa para no sentarnos directamente en el duro mármol durante casi una hora y media. Pero, ¡oh, Dioniso, qué cruel eres! Pues has hecho que nos equivoquemos de entrada. 
En vez de seguir derecho hacia la orchestra (o escenario semicircular), deberíamos haber girado a la izquierda y habernos metido por la pequeña galería sin salir aún a la luz (cryptopórtico), que abraza la cavea y subido por las escaleras hasta la parte de arriba, pues, por desgracia, nuestro lugar no está junto a la nobleza.



Una vez arriba del todo, y conteniendo la respiración a causa de la altura, nos atrevemos a mirar al escenario. Por mucho que lo intentamos, no conseguimos que el cierzo no nos despeine, mientras se sientan y nos empujan para pasar.
Pero ya sale el esclavo a llamar la atención para que los tres mil de hoy nos callemos. ¡Toca palmas y agita maracas esclavillo, pues nadie escucha tu recomendación!
Al fin se callan. Salen los sacerdotes por la izquierda y la derecha al escenario y sacrifican el cabritillo en el pequeño altar en honor del Emperador y del edil del año, organizador de estos ludi scaenici (o juegos teatrales). Apenas les vemos las caras por los pliegues de las túnicas que llevan sobre la cabeza. Corte limpio. Buen augurio. La ofrenda es aceptada por los dioses y la representación saldrá bien.
Vuelve a salir el esclavo para anunciarnos el prólogo de la comedia. Una de Plauto, como se decía en el foro a la mañana: El soldado fanfarrón. 
Entre sonrisas y carcajadas, murmullos, tratos comerciales, puestas al día de los sucesos del sur de la provincia y las nuevas de Roma, una nube oscurece el escenario. Parece que, a pesar del sacrificio, Júpiter se aburre. 
De repente un rayo surca el firmamento, tímido al principio, estremecedor a los pocos instantes. Gotas como manzanas caen de improviso sobre nosotros. La representación se paraliza como si se hubiera dado la alarma ante la amenaza de asedio. Ya salen los magistrados como motas blancas perfiladas de púrpura impulsadas por el viento abandonando sus asientos de primera fila. 
La gente se levanta, los actores se refugian dentro del escenario, recogiendo todo con rapidez. Se oyen voces que indican que vayamos a los pórticos de la zona norte del teatro (al otro lado de la escena). ¡A los pórticos!
Bajamos con premura las escaleras, casi sin ver donde ponemos los pies, pues todo el mundo está levantado, mientras intentamos protegernos de la lluvia con el cojín puesto encima de la cabeza. 
Parte de la multitud se abarrota en las galerías interiores, lo que nos obliga a seguir adelante en nuestra determinación por estar a cubierto. ¡Por Hércules que en vez de gotas de agua parecen dardos partos! Por fin llegamos a la entrada de los porches, y como si de una línea de galos se tratase, nos lanzamos contra ellos para conseguir un refugio digno, tanto del agua, como del viento.
Y es allí, en ese preciso lugar y momento, cuando la vemos. Como alcanzados por un rayo, paralizados ante su belleza, observamos la estatua de dea Roma (la diosa Roma) en medio del jardín y en lo alto de su pedestal. 
Totalmente empapados observamos cómo refulge su yelmo, a pesar de las acuosas nubes, con dos mechones que asoman y se vierten sobre su espalda. Su manto azul celeste, plegado sobre el hombro izquierdo y dejando un pecho libre, le cubre el brazo y le cae vaporoso sobre el otro. Sin darnos cuenta, nos hemos acercado hasta ella y estamos a punto de tocarla, cuando un patricio nos ve y nos grita.
- Muchacho, no está permitido…
Nos giramos en su dirección y vemos ya solo un fragmento descolorido de la escultura sujeto a un pedestal e iluminada por varios focos. El patricio ya no es un patricio, sino un vigilante del museo que nos está fulminado con la mirada.
- ¿¡Me estás escuchando?! ¡No está permitido que toques las piezas!

 
ASÍ SERÍA APROXIMÁDAMENTE LA SCENAE DEL TEATRO DE ZARAGOZA

PARA AMPLIAR SOBRE EL TEMA: EL TEATRO COMO LA VIDA MISMA




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